Me llaman Luna y me dedico al noble arte de contar –y cantar– historias a todo aquel que me quiera pagar por oírlas aunque sea con una sonrisa y un aplauso.
Nací allá por el siglo XIV y procedo de una familia de narradores que nunca se dedicaron profesionalmente a este oficio pero a quienes debo un sinfín de recursos y de historias.
No éramos muchas las mujeres que recorríamos las plazas, los mercados y los salones de los nobles contando historias, pero pude hacerme un hueco. Aunque no siempre me llamé así. Hasta hace bien poco tuve que adoptar nombres de santas para no ser acusada de pagana.
A mitad del siglo XIX la cosa se puso muy difícil para vivir del cuento, nunca mejor dicho. Los romances se convirtieron en patrimonio de los ciegos que vendían sus pliegos después de contar larguísimas tiradas de versos normalmente inspirados en los cruentos crímenes que escuchaban en los tribunales. Pero esos a mí no me gustaban y no soy ciega. Así que tuve que adaptarme a vivir como mis romances viejos: dentro del hogar y en el campo. Durante muchos años logré escaparme de realizar las duras tareas del campo gracias a mis romances. Me contrataban para cantar mientras los demás trabajaban para que no perdieran el ritmo de la siembra, la siega o la recolección.
Fue a principios de 2003, cuando encontré la manera de volver a ser la que fui: una juglaresa. Me encontré con una mujer joven, Amparo Rico, a la que unos alumnos animaron a que contase cuentos y romances más allá de las aulas de Magisterio.
La verdad es que esta mujer se sabía muchos romances y cuentos. La investigué y resultó ser una estudiosa del tema. Había conseguido recopilar romances que yo llevaba siglos cantando, algunos a mujeres a las que yo conocía.